Sunday 25 July 2010

Brevísima historia de nuestros sueños

Por Enrique Krauze

Quizá el primer sueño de México fue el que concibieron los frailes evangelizadores del siglo XVI. Consistió en establecer una nueva utopía cristiana, igualitaria y devota. Las epidemias que diezmaron a la población indígena, la ambición de los colonos y funcionarios españoles, así como la rivalidad del clero secular, terminaron por convertir aquella aspiración en una realidad severa y distinta que, pese a todo, conservaría algunos vislumbres del sueño inicial. La Nueva España barroca, culturalmente mestiza, fue un espacio de convivencia y cohesión cuyos valores duraron siglos y engendraron un nuevo sueño mexicano: el destino de grandeza.

Para el patriotismo criollo del siglo XVIII, México era un “cuerno de la abundancia”, el escenario portentoso en que un hombre sin oficio ni beneficio podía elevarse gracias a la minería, el comercio o la ganadería, obtener un título nobiliario, derrochar fortunas y volverlas a ganar. Un reino predestinado por el propio Cielo a la grandeza, con la Virgen de Guadalupe por protectora y reina. Un reino capaz, según el Barón de Humboldt, de “producir por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del mundo”. Casi naturalmente, a principios del siglo XIX, este sueño engendró la actitud histórica que transformaría al reino en una nación independiente.


¿Qué soñaron los caudillos insurgentes? Hidalgo soñó quizá con un reino católico y estamental. Morelos, seguramente, con una república igualitaria y guadalupana. Ambos, con la independencia que no alcanzarían a vivir. El de Iturbide fue un sueño imperial que se desmoronó por sus propias vacilaciones. Frente a él muchos concibieron uno no menos frágil: el sueño republicano. En las décadas siguientes y en medio de una situación crónica de anarquía y bancarrota, de guerra extranjera y discordia civil, casi no hubo tiempo ni espacio para el sueño. Aun así, los conservadores anhelaban el retorno de la grandeza novohispana, mientras los liberales atisbaban su futuro en el espejo engañoso y deslumbrante de los Estados Unidos.


México se volvió un país laico y secular. Por momentos, dio la impresión de estar anclado en la modernidad democrática. Pero el viejo sueño de grandeza –con su tríada de paz, orden y progreso– seguía eludiéndonos. Ese sueño se hizo realidad, para un sector de la población, en las décadas del Porfiriato. No obstante, en la lógica de los sueños está engendrar sueños nuevos y contrastantes: los ideales de democracia y la justicia social, pospuestos en el Porfiriato, precipitaron a México en una sangrienta Revolución. El Estado que surgió de ella pretendió cumplir el sueño igualitario y justiciero. Por momentos, pareció una vuelta a la Utopía original (de allí la fuerza plástica y moral del Muralismo, que plasmaba ese retorno). Pero el nuevo proyecto, hecho parcialmente realidad, olvidó una vez más la democracia. El país tardaría casi un siglo en desearla de nuevo, y establecerla.


Todos estos sueños de nuestra historia –contradictorios a veces entre sí, nobles casi siempre– fueron concebidos por individuos excepcionales o por minorías rectoras. Estas élites –económicas, espirituales, militares, intelectuales, políticas– arrastraron en su cauda la vida de los mexicanos. Aun los movimientos con aura popular, como la Revolución Mexicana, fueron minoritarios: de 15 millones de mexicanos que habitaban el país en 1910, acaso 100 mil (menos del 1%) tomaron las armas. El resto vivió la guerra, como afirmó don Luis González y González, como “algo verdaderamente satánico, maligno para este país”; era natural: se trataba de los sueños de otros. Los anhelos más personales del común de los mexicanos, no de los caudillos, están casi ausentes de la historia.


El estudio que ahora se publica de MetLife sobre el “sueño mexicano” intenta corregir esa ilusión óptica. En él se indagan, bajo estrictos criterios de análisis estadístico, las aspiraciones más íntimas de los mexicanos en los ámbitos de la educación, la economía, la vivienda, la salud, el uso del tiempo libre y –como una síntesis de los anteriores– las ideas y creencias sobre esa aspiración elusiva y suprema: la felicidad. ¿Qué encontraron los investigadores? Encontraron que, si bien existe, el “sueño mexicano” no se distingue mucho del “sueño americano” o de los sueños de casi cualquier persona en el mundo: es el modesto sueño de prosperar a través del trabajo y la educación, en un entorno hospitalario y seguro, en el que la estabilidad (económica, política, social) permita conservar y acrecentar poco a poco lo obtenido.


“En México se sueña mucho, pero se aterriza poco”, propone una de las primeras y más contundentes afirmaciones. El anhelo podrá ser el mismo, pero las circunstancias a las que deben enfrentarse quienes sueñan en México no son –no han sido casi nunca– las mejores para convertir en realidad esos deseos. Por eso, lamentablemente, hay mexicanos que prefieren ya no soñar. Es un mecanismo de defensa (y de autosabotaje, puntualiza el texto) ante la dificultad de sortear los escollos que se oponen a sus ilusiones.


Sin embargo, los mexicanos no debemos dejar de soñar. La clave está en la vigilia: dedicar nuestros afanes para construir –a veces desde cero– un entorno apropiado para la realización de esos modestos sueños populares. La melancolía –asociada alguna vez al talante mexicano– tiene una de sus fuentes, como afirma Ortega y Gasset, en los esfuerzos inútiles. Para dejar atrás la melancolía, debemos soñar con los ojos abiertos: ver de frente los mitos paralizantes de nuestra historia y dejarlos atrás, literalmente, sepultarlos. Olvidar los sueños de grandeza legendaria, de perfección inasequible o de establecimiento del reino de Dios en la tierra, y concebir el sueño acotado de una vida mejor –sólo una vida mejor– en esta tierra.




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